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De lo que aconteció a un mancebo
que se casó con una mujer muy brava y muy fuerte
De don Juan Manuel
Otra vez hablaba el Conde Lucanor
con Patronio y le dijo:
—Patronio, mi criado me ha dicho
que piensan casarle con una mujer muy rica que es más honrada que él. Sólo hay
un problema y el problema es éste: le han dicho que ella es la cosa más brava y
más fuerte del mundo. ¿Debo mandarle casarse con ella, sabiendo cómo es, o
mandarle no hacerlo?
—Señor conde—dijo Patronio—, si
él es como el hijo de un hombre bueno que era moro, mándele casarse con ella;
pero si no es como él, dígale que no se case con ella.
El conde le pidió que se lo
explicara.
Patronio le dijo que en un
pueblito había un hombre que tenía el mejor hijo que se podía desear, pero por
ser pobres, el hijo no podía emprender las grandes hazañas que tanto deseaba realizar.
Y en el mismo pueblito había otro hombre que era más honrado y más rico que el
padre del mancebo, y ese hombre sólo tenía una hija y ella era todo lo
contrario del mancebo. Mientras él era de muy buenas maneras, las de ella eran
malas y groseras. ¡Nadie quería casarse con aquel diablo!
Y un día el buen mancebo vino a su
padre y le dijo que en vez de vivir en la pobreza, él preferiría casarse con
alguna mujer rica. El padre estuvo de acuerdo. Y entonces el hijo le propuso
casarse con la hija mala de aquel hombre rico. Cuando el padre oyó esto, se
asombró mucho y le dijo que no debía pensar en eso: que no había nadie, por
pobre que fuese, que quería casarse con ella. El hijo le pidió que, por favor,
arreglase aquel casamiento. Y tanto insistió que por fin su padre consintió,
aunque le parecía extraño.
Y él fue a ver al buen hombre que
era muy amigo suyo, y le dijo todo lo que había pasado entre él y su hijo y le
rogó que pues su hijo se atrevía a casarse con su hija, que se la diese para
él. Y cuando el hombre bueno oyó esto, le dijo:
—Por Dios, amigo, si yo hago tal
cosa seré amigo muy falso, porque Ud. tiene muy buen hijo y no debo permitir ni
su mal ni su muerte. Y estoy seguro de que si se casa con mi hija, o morirá o
le parecía mejor la muerte que la vida. Y no crea que se lo digo por no
satisfacer su deseo: porque si Ud. lo quiere, se la daré a su hijo o a
quienquiera que me la saque de casa.
Y su amigo se lo agradeció mucho
y como su hijo quería aquel casamiento, le pidió que lo arreglara.
Y el casamiento se efectuó y
llevaron a la novia a casa de su marido. Los moros tienen costumbre de preparar
la cena a los novios y ponerles la mesa y dejarlos solos en su casa hasta el
día siguiente. Así lo hicieron, pero los padres y los parientes del novio y de
la novia temían que al día siguiente hallarían al novio muerto o muy maltrecho.
Y luego que los jóvenes se
quedaron solos en casa, se sentaron a la mesa, pero antes que ella dijera algo,
el novio miró alrededor de la mesa y vio un perro y le dijo con enojo:
—¡Perro, danos agua para las
manos!
Pero el perro no lo hizo. Y él
comenzó a enojarse y le dijo mas bravamente que les diese agua para las manos. Pero
el perro no lo hizo. Y cuando vio que no lo iba a hacer, se levantó muy enojado
de la mesa y sacó su espada y se dirigió al perro. Cuando el perro lo vio
venir, él huyó y los dos saltaban por la mesa y por el fuego hasta que el
mancebo lo alcanzó y le cortó la cabeza y las piernas y le hizo en pedazos y
ensangrentó toda la casa y toda la mesa y la ropa.
Y así, muy enojado y todo
ensangrentado, se sentó otra vez a la mesa y miró alrededor y vio un gato y le
dijo que le diese agua para las manos. Y cuando no lo hizo, le dijo:
—¡Cómo, don falso traidor! ¿No
viste lo que hice al perro porque no quiso hacer lo que le mandé yo? Prometo a
Dios que si no haces lo que te mando, te haré lo mismo que al perro.
El gato no lo hizo porque no se
costumbre ni de los perros ni de los gatos dar agua para las manos. Y ya que no
lo hizo, el mancebo se levantó y le tomó por las piernas y lo estrelló contra
la pared, rompiéndolo en más de cien pedazos y enojándose más con él que con el
perro.
Y así, muy bravo y sañudo y
haciendo gestos muy feroces, volvió a sentarse y miró por todas partes. La
mujer, que le vio hacer todo esto, creyó que estaba loco y no dijo nada. Y
cuando había mirado el novio por todas partes, vio a su caballo, que estaba en
casa y era el único que tenía, y le dijo muy bravamente que les diese agua para
las manos, pero el caballo no lo hizo. Cuando vio que no lo hizo, le dijo:
—¡Cómo, don caballo! ¿Piensas que
porque no tengo otro caballo que por eso no haré nada si no haces lo que yo te
mando? Ten cuidado, porque si no haces lo que mando, yo juro a Dios que haré lo
mismo a ti como a los otros, porque lo mismo haré a quienquiera que no haga lo
que yo le mande.
El caballo no se movió. Y cuando
vio que no hacía lo que le mandó, fue a él le cortó la cabeza con la mayor saña
que podía mostrar y lo despedazó.
Y cuando la mujer vio que mataba
el único caballo que tenía y que decía que lo haría a quienquiera que no lo
obedeciese, se dio cuenta que el joven no jugaba y tuvo tanto miedo que no
sabía si estaba muerta o viva.
Y él, bravo, sañudo y
ensangrentado, volvió a la mesa, jurando que si hubiera en casa mil caballos y
hombres y mujeres que no le obedeciesen, que mataría a todos. Y se sentó y miró
por todas partes, teniendo la espada ensangrentada en el regazo. Y después que
miró en una parte y otra y no vio cosa viva, volvió los ojos a su mujer muy
bravamente y le dijo con gran saña, con la espada en la mano:
—¡Levántate y dame agua para las
manos!
La mujer, que estaba segura de
que él la despedazaría, se levantó muy aprisa y le dio agua para las manos. Y
él dijo:
—¡Ah, cuánto agradezco a Dios que
hiciste lo que te mandé, que si no, por el enojo que me dieron esos locos, te
habría hecho igual que a ellos!
Y después le mandó que le diese
de comer y ella lo hizo.
Y siempre que decía algo, se lo
decía con tal tono que ella creía que le iba a cortar la cabeza.
Y así pasó aquella noche: ella
nunca habló y hacía lo que él le mandaba. Y cuando habían dormido un rato, él
dijo:
—Con la saña que he tenido esta
noche, no he podido dormir bien. No dejes que nadie me despierte mañana y
prepárame una buena comida.
Y por la mañana los padres y los
parientes llegaron a la puerta y como nadie hablaba, pensaron que el novio
estaba muerto o herido. Y lo creyeron aún más cuando vieron en la puerta a la
novia y no al novio.
Y cuando ella los vio en la
puerta, se acercó muy despacio y con mucho miedo les dijo:
—¡Locos, traidores! ¿Que hacen? ¿Cómo
se atreven a hablar aquí? ¡Cállense, que si no, todos moriremos!
Al oír esto, ellos se
sorprendieron y apreciaron mucho al mancebo que tan bien sabía mandar en su
casa.
Y de ahí en adelante su mujer era
muy obediente y vivieron muy felices.
Pocos días después su suegro
quiso hacer lo que había hecho el mancebo, y mató un gallo de la misma manera,
pero su mujer le dijo:
—¡A la fe, don Fulano, lo hiciste
demasiado tarde! Ya no te valdría nada aunque mates cien caballos, porque ya
nos conocemos.
—Y por eso —Le dijo Patronio al
conde—, si su criado quiere casarse con tal mujer, sólo lo debe hacer si es
como aquel mancebo que sabía domar en su casa.
El conde aceptó los consejos de
Patronio y todo resultó bien.
Y a don Juan le gustó este
ejemplo y lo incluyó en este libro. También compuso estos versos:
Si al comienzo no muestras quien eres,
nunca podrás después, cuando quisieres.